La calidad museística de “Danza de odaliscas” nos revela la mejor versión de la producción orientalista de Francisco Pradilla
La expansión colonial europea en el norte de África durante el siglo XIX fue determinante en el deseo de numerosos artistas por viajar y explorar un mundo desconocido. De la representación de sus paisajes, costumbres y conflictos surgió la llamada pintura orientalista, un género con personalidad propia dentro del arte decimonónico que cultivaron apasionadamente los grandes maestros de la época.
La irrupción del orientalismo como genero plenamente reconocido encuentra su origen durante el Romanticismo que, de igual modo que el historicismo medievalista, significó entonces una huida de la realidad dotada de cierta mitificación. Los artistas, atraídos por lo exótico y lejano, representaron el mundo oriental bajo un prisma dominado por el carácter fantasioso y evocador que caracterizó los múltiples relatos sobre las tierras de la África Mediterránea y Oriente Próximo que, como los de Francis Burton, Gustav Flaubert o Gerard de Nerval, entre otros, proliferaron en la literatura. De hecho, a raíz de las campañas napoleónicas, el imaginario occidental se nutrió de las glorias de estos viejos imperios cuya conquista fue representada en múltiples escenas que simbolizan el poder y superioridad de Occidente sobre Oriente.
Una de las imágenes más poderosas que penetraron en el gusto burgués y, por tanto, en el mercado del arte fue, sin lugar a dudas, la de la odalisca. Artistas como Ingres o Delacroix dedicaron parte de su producción a estas sensuales esclavas del harén turco que, entregadas a las más bajas pasiones, se convirtieron en uno de los grandes mitos que ha creado la historia del arte. Prueba de ello, son las imágenes que inmediatamente nos asaltan cuando pensamos en su figura, imaginándolas como exuberantes mujeres bailando sensualmente o bien recostadas en el diván del harén. Ya fuera de cuerpo desnudo o ataviadas con exóticos ropajes y joyas, la figura de la odalisca simbolizó la imagen soñada, mitificada y, por tanto, incomprendida de mundo oriental y en particular de la mujer, contribuyendo de este modo en la creación de arquetipos que han llegado a nuestros días como el de la femme fatale. El modelo iconográfico establecido en la pintura decimonónica francesa por Jean Auguste Dominique Ingres y Eugène Delacroix es, por tanto, fruto de una visión exotizada y erotizada donde el cuerpo femenino representa el deseo de occidente de escapar de su realidad para sumergirse de lleno en la ensoñación oriental que quisieron recrear.
En el ámbito nacional, si bien es cierto que se incorporaron todos los tópicos y mitificaciones que había conformado la cultura romántica europea, existió un deseo de proyectar una visión menos fantasiosa de la cultura morisca En este sentido Mariano Fortuny inició el camino que generaciones posteriores, como la de nuestro protagonista Francisco Pradilla, tomaron como referencia. De hecho, la visión orientalista de Pradilla estará marcada tanto por sus viajes al norte de África como por los años que pudo compartir con Mariano Fortuny durante su estancia Roma, siendo en el último año de su pensionado en la capital italiana cuando realice la monumental obra en licitación “Danza de Odaliscas”. En ella, Pradilla toma como modelo una de las escenas más recurrentes de esta tipología, mostrando a un grupo de odaliscas que danzando semidesnudas al compás de un instrumento musical dan luz a un apoteósico ejercicio de dominio técnico tanto a nivel cromático como dibujístico.
Como podemos apreciar en ella, la pintura de este periodo estará dominada por el tono realista que desprende tanto en la intensidad expresiva de los personajes, como en la ejecución de los detalles y el acertado tratamiento lumínico. En este aspecto, el pintor aragonés se muestra heredero del preciosismo y de los efectos dramáticos del claroscuro que practicaron sus antecesores franceses pero también y de forma muy notable, de la impronta que Mariano Fortuny dejó en toda la generación que inmediatamente le siguió, llegando a ser considerado incluso el máximo valedor de la época del joven Pradilla.
La luz cálida que desde el lateral derecho entra en escena para iluminar a las mujeres en primer término, contrasta con la oscuridad de un fondo del que emerge una figura masculina que las observa mientras ellas se entregan a la sensualidad de la danza. Este juego lumínico, unido a los movimientos cimbreantes de los cuerpos femeninos y al cruce de miradas que se establece entre ellas, dotan la composición de un sentido rítmico muy agudo lleno de dinamismo. Cabe reseñar también que, a diferencia de otras representaciones protagonizadas por odaliscas, Pradilla las libera aquí del harén en el que habitualmente las encontramos para trasladarlas a un exterior nocturno en lo que parece ser un paraje natural que no hace más que acentuar el carácter misterioso de este tipo de escenas.
De hecho, tal y como sostienen los especialistas en su obra, “Danza de odaliscas” se relaciona con otros cuadros orientalistas realizados el mismo año que, como la “Odalisca” adquirida por el museo Goya en 2021, nos muestra a una de las féminas que protagonizan nuestra pintura ataviada con la indumentaria típicamente morisca e inmersa junto a un par de instrumentos musicales en un ambiente nocturno de similares características. Este dato ha dado lugar a una hipótesis más que razonable según la cual el artista se encontraba entonces barajando la posibilidad de presentarse con un tema orientalista de esta índole a la Exposición Nacional de Bellas Artes de 1887 la cual finalmente terminaría descartando para decantarse por una temática de índole historicista.
Fuera como fuese, de lo que sí existe una certeza inapelable es del portentoso talento del que Pradilla hizo gala desde sus inicios y del que ahora, gracias a la licitación de “Danza de Odaliscas”, podemos disfrutar en todo su esplendor reviviendo el sueño orientalista que el artista imaginó.