La libertad creativa que ha caracterizado la producción en pequeño formato, permitiendo a los artistas desplegar un nivel de precisión técnica y experimentación estilística, ha dado luz a sus creaciones más íntimas y personales, cuyo poder evocador logra conmover al espectador. En el conjunto de pinturas en licitación del próximo 8 de mayo, destaca una sobresaliente representación del paisajismo catalán concentrado en unos pocos centímetros de talento y creatividad.
El valor y significación que los artistas han atribuido a la obra de pequeño formato nos demuestra que la grandeza de una obra de arte no recae sobre su tamaño sino en su contenido y calidades plásticas. De hecho, es en este formato donde muy a menudo podemos encontrar la verdadera esencia del estilo de un artista ya que estas pequeñas obras nacen de la primera idea o impulso creativo y, por tanto concentran toda la fuerza, espontaneidad y frescura que emana de sus pinceles.
La entidad que, gracias a pintores como Eliseo Meifrèn o Joaquim Mir, alcanzó el paisajismo catalán en los albores del siglo XIX, transluce especialmente en este conjunto de obras de pequeño formato cuya modernidad y atrevimiento conquistó registros inéditos hasta entonces. Fue precisamente mediante la pintura de pequeño formato donde todos ellos reflejaron más sincera y libremente la auténtica emotividad del paisaje catalán. Su legado artístico, vinculado íntimamente a la tierra y el mar, ha llegado a nuestros días como la expresión más pura y personal del vínculo inquebrantable que une la esencia del carácter mediterráneo con la naturaleza.
Estos pequeños cartones y tablillas en licitación se han convertido por derecho propio en pequeñas grandes joyas que nos brindan la oportunidad de aproximarnos a la producción más atrevida y experimental de sus autores. De este modo, los escenarios que conforman la geografía catalana, se transforman mediante este formato en experimentos de luz y color, dando paso a pequeños fotogramas de la vida cotidiana que, como un instante vívido, nos permiten casi sentir y oler la atmosfera de nuestro adorado Mediterráneo.
Desde que a mediados del siglo XIX el paisajismo catalán se desarrollara como género plenamente autónomo, se inicia una etapa que será reconocida como una verdadera edad de oro vital en la renovación de una temática que hasta entonces había estado relegada a un segundo plano como mero acompañamiento de los grandes temas mitológicos y bíblicos. Experimentando con las nuevas tendencias artísticas que surgieron a lo largo del siglo XIX y XX, la pintura de paisaje se desarrolló bajo una continua evolución, cuya progresiva ruptura con las convenciones academicistas la encaminaron hacia la libertad creativa de la llamada Modernidad.
La influencia francesa junto a la demanda de la nueva burguesía catalana, que encontró en el coleccionismo del arte un signo de prestigio para reafirmar su nuevo estatus social, propició la irrupción del realismo en Cataluña con un auge de la temática de paisaje. La estricta observación de la realidad y su expresión naturalista del mundo circundante fue importada por Martí Alsina a raíz de sus viajes a Paris, ciudad que le brindó la posibilidad de conocer de primera mano la obra de Courbet y de los paisajistas de la Escuela de Barbizon.
Tras este primer acercamiento a las tendencias europeas, veremos como a partir de los años 70, surgirá una concepción del paisaje de carácter más espiritual que se consolidará con la llegada del simbolismo. Esta corriente encontró en la obra de Modest Urgell su principal precursor, introduciendo en sus paisajes una mirada emotiva y melancólica que, más que representar la realidad de la naturaleza, pretendía evocar la poesía subyacente en ella. Imbuidos de una característica luz crepuscular, sus obras se acercan al pensamiento romántico de lo sublime, donde la naturaleza, como símbolo de los valores que mueven el mundo, adquiere cierto carácter divino.
Ya en la ultima década del siglo XIX y de forma paulatina, la influencia de los impresionistas franceses entró en escena gracias a artistas que, como Eliseu Meifrèn o Segundo Matilla, hicieron del paisaje natural su mejor taller. Renunciando a la tendencia realista inicial hasta deshacerse de la descripción mimética del modelo natural, Meifrèn se entregará a las audacias impresionistas para captar en su obra una impresión de la naturaleza basada en el tratamiento puramente cromático y lumínico del paisaje.
La factura y concepción lumínica de Meifrèn se aprecia en las composiciones de Matilla y su forma de concebir el espacio y los volúmenes mediante una pincelada suelta, empastada y precisa. Con ellos, las formas se difuminarán y se convertirán en pura mancha expresiva, donde la luz trabajada y pensada, adquiere un renovado protagonismo y la naturaleza una nueva dimensión atmosférica que va más allá de la realidad objetiva.
Entrados ya en el siglo XX, la pintura de paisaje alcanza nuevas cuotas expresivas que no podemos concebir sin Joaquim Mir como figura clave del postmodernismo pictórico catalán. Sus paisajes, sublimados y alejados de cualquier objetividad, otorgan a la pintura una elevada carga sensitiva que el espectador recibe como una experiencia realmente vívida. Bajo un apabullante dominio de los efectos lumínicos y el color, aplicados a base de pinceladas vibrantes y manchas superpuestas, Mir construye una realidad, que, reducida a sus elementos básicos, nos desvela un paisaje con alma y pulso propio.