En Nueva York pudo apreciarse mejor que en ningún sitio este furor ya que el mejor ejemplo del éxito se manifestó con su skyline, los rascacielos. Una de las ideas megalómanas más evidentes surgió de la prestigiosa familia Rockefeller. Su objetivo fue crear una propia ciudad dentro del corazón de Manhattan. Varios edificios conectados por plazas albergarían teatros, oficinas y comercios bajo el emblema de esta dinastía.
El crack de 1929 supuso la quiebra para una parte significativa de la población y condujo al período que conocemos como la Gran depresión. Este escenario adverso no amedrentó a los Rockefeller, todo lo contrario, fue un aliciente para ofrecer un eco de esperanza y revitalización de la economía de la ciudad con un discurso basado en los valores americanos y en el progreso recientemente vivido.
El complejo, que se convertiría en un icónico símbolo de la ciudad, estaba formado por diversos edificios con un hall de entrada al edificio principal, uno de los espacios con mayor relevancia, que ha llegado hasta nuestros días cargado de historia, cultura y energía que encapsula la esencia vibrante de Nueva York.
Este vestíbulo sería cubierto por unos inmensos murales con los valores propuestos. El objetivo era, al igual que un espectador en la Capilla Sixtina, sentirse tan abrumado que condujera a la reflexión. Los primeros nombres propuestos para este encargo fueron Pablo Picasso y Diego Rivera. Se acabó decidiendo por el maestro mexicano, que durante meses estuvo enfrascado en el colosal trabajo. Semanas antes de que fuera a inaugurarse el espacio todo se vino abajo. Las críticas por el contenido socialista y anticapitalista eran impropias del espíritu de la nación. No hay que olvidar el grado de implicación política que tenia el matrimonio de Rivera y Frida Kahlo. Pese a la fama que gozaba en ese momento, el trabajo del mexicano fue tirado por tierra y perdido para siempre. Se cubrieron por completo los murales a la espera de encontrar otro gran pintor que se ajustara a las ideas exigidas.
Así es como entra en escena el pintor español Josep Maria Sert. Su fama ya era reconocida fuera de las fronteras españolas. Había trabajado en castillos y mansiones en Inglaterra, en apartamentos de la burguesía parisina y en América tenía encargos desde Buenos Aires hasta Palm Beach. Su figura tenía una fama internacional considerable además de ser uno de los muralistas más adecuados para el encargo.
En 1931 llevará a cabo las primeras pinturas en el hall del Rockefeller Center, las cuales tuvieron un éxito arrollador. Supo captar a la perfección la idea de exaltación de los valores americanos. El contenido propagandístico que se incluía en el discurso abarcaba los avances científicos e industriales, el bienestar social y, por su puesto, el poder y garantía del sistema capitalista y de la familia Rockefeller. El objetivo fue satisfecho con creces, hasta el punto que este encargo llevó a otros también importantes, como el comedor del hotel Waldorf Astoria o la Sociedad de Naciones. La familia Rockefeller volvería a encomendarle, al final de la década, las pinturas para los techos y, de esta forma, se completó el espacio con el mismo estilo iconográfico.
La obra que presenta Setdart en la subasta del 14 de setiembre tiene un valor histórico fundamental. Se trata del boceto del mural principal del conjunto “el progreso americano”, el primero que nos encontramos de forma frontal al acceder al hall y, tanto por su temática como por su ubicación es el mural que corona el conjunto. Esta obra sigue perfectamente el esquema que se asentaría en el muro por lo que, unido a su formato, puede que se trate de uno de los bocetos presentados por Sert a la familia para aprobar su ejecución.
El valor histórico y artístico de esta obra no se limita a la biografía de Sert, su verdadero valor queda patente en que forma parte de uno de los símbolos de la ciudad de Nueva York y es un fiel reflejo del escenario artístico del periodo de entreguerras.