José Guerrero se ha consolidado como uno de los referentes fundamentales de la pintura contemporánea española. Su trayectoria, tan intensa como personal, nos demuestra la incesante experimentación y continua evolución de un artista que, incluso poco tiempo antes de su muerte, siguió creando con la misma entrega con la que logró alcanzar un éxito y reconocimiento rotundo a nivel internacional Su tierra de origen, su vínculo con Federico García Lorca o su aventura estadounidense, son solo algunos de los hechos que marcaron profundamente el devenir de una trayectoria profesional, íntimamente ligada a sus experiencias vitales.
El artista granadino llegó a Estados Unidos en noviembre de 1949 para iniciar la etapa que transformaría para siempre su obra. Con un bagaje marcado por la obra de los grandes maestros de las vanguardias europeas, Guerrero se instaló en la capital del arte moderno. En una ciudad de New York que se encontraba dominada por el apogeo del expresionismo abstracto, el pintor granadino pudo entrar en contacto directo con las tendencias del action painting. La conmoción que le provocaron las obras de Pollock, despertó en el un hambre voraz de modernidad y libertad, que le condujo, años más tarde, a convertirse en uno de los integrantes, junto a grandes nombres del movimiento como Rothko, Klein o Motherwell, de la llamada Escuela de New York.
Tras un periplo estadunidense que logró situarlo en el mapa del arte contemporáneo internacional, Guerrero decidió regresar a España motivado por dos factores clave: la apertura de la galería de Juana Mordó en Madrid en 1964 y el encuentro con Fernando Zóbel, que inauguraría el Museo de Arte Abstracto Español. Así pues, el artista se instaló en la localidad de Filigrana (Málaga) donde en medio de la naturaleza de su Andalucía natal encontró el refugio en el que desarrollar su nueva etapa creativa.
Pese a la brevedad de este periodo, Guerrero alcanzó una madurez que, como testimonia la obra en licitación, marcaría el resto de su trayectoria artística. En esta evocadora obra, el artista recrea de un modo abstracto y lirico el paisaje de Frigiliana. Alejándose de la gestualidad propia del action painting que marcó su etapa anterior, Guerrero convierte la realidad de los pueblos andaluces en una poesía visual, donde el uso sutil de las veladuras y los campos de color que nos recuerdan la influencia de Rothko, recrean la atmosfera única y concreta del lugar donde Guerrero pasó sus últimos años de vida.
Las grandes superficies de color apenas tensadas por las franjas discordantes que fueron habituales desde entonces, se traducen en este lienzo en un fondo monocromo azul que nos recuerda a las puertas y celosías de los pueblos blancos de Andalucía. La tensión contenida en los propios límites del lienzo emerge gracias a los los sutiles toques de negro y rosa con los que nos evoca a los flamencos que pueblan las salinas de la zona, logrando un ritmo visual que transforma la pintura en una ventana hacia el universo creativo más intuitivo y emocional del artista.
Obras como la presente, nos recuerdan que la obra de Guerrero jamás hubiera sido la misma sin los desbordantes borbotones de color de Pollock, los campos de color de Rothko, o las grandes estructuras negras delimitadas con absoluta precisión de Motherwell. Pero tampoco sin el poso imborrable de sus raíces, en las que su amistad con la familia Garcia Lorca o la huella de la España negra de la Guerra Civil conformaron ese campo de batalla convertido en lienzo, donde Guerrero desnudó y confrontó sus experiencias vitales.
La libertad y pureza que desde entonces gritaron sus lienzos sigue cautivándonos tanto, como cuando su nombre fue reconocido alrededor del mundo artístico como uno de los grandes exponentes de la abstracción internacional.